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Aprender a priorizarse: abrirse al merecimiento
Durante años me costó reconocerlo. Me acostumbré a ponerme en último lugar, a adaptarme a las necesidades de los demás, a ser funcional para otros aunque me doliera. Decía que sí cuando quería decir que no. Sostenía vínculos desequilibrados. Postergaba mis deseos una y otra vez. Y no era porque no supiera lo que necesitaba, sino porque sentía que no tenía “derecho” a priorizarme.
Como muchas personas, crecí creyendo que cuidarme a mí misma era egoísmo, que pensar en mí era un lujo que solo podía darme después de haber cumplido con todo y con todos. Pero ese “después” nunca llegaba. Y mientras tanto, mi cuerpo gritaba, mi mente se agotaba, y mi corazón se llenaba de frustración.
La trampa del deber y la culpa
Detrás de esta dificultad para priorizarme había algo más profundo: un mandato internalizado de complacer, o que simplemente, las necesidades de otros eran más importantes que las propias, por lo tanto debía intentar no molestar, ser “buena”para recibir a cambio amor y aceptación. Aprendí a leer las necesidades ajenas con más claridad que las propias. Me volví experta en sostener. Pero, ¿quién me sostenía a mí?
Cada vez que intentaba poner un límite, aparecía la culpa. La voz interna que decía: “Estás siendo fría”, “Estás decepcionando a alguien”, “¿Quién te creés que sos?”. Esa voz no era mía… pero vivía dentro de mí. Era la herencia de años de aprendizaje emocional en los que amar significaba ceder, anularme, desaparecer un poco para que el otro brillara.
Priorizarme no es egoísmo: es amor y autocuidado
Hubo un momento en que entendí que no priorizarme me estaba enfermando. No solo física o emocionalmente, sino también a nivel de identidad. Me había perdido de vista. No entendía por qué tenía tantas carencias, si yo era "buena" y me esforzaba muchísimo. Luego entendí que si internamente seguía ocupando ese lugar en el cual mis necesidades no importaban lo suficiente o no eran prioridad, o si sentía que tenía menos derecho a recibir que otros, entonces no me estaba dando el permiso merecer.
Empezar a priorizarme no fue fácil. Implicó decisiones incómodas, revisar vínculos, reconocer heridas. Implicó aprender a habitar el cuerpo, escuchar mis emociones, reconectar con mis deseos. Tuve que darme a luz de nuevo: verme, nombrarme, sostenerme.
Priorizarme significó aprender a decir "no" sin justificarme. A quedarme conmigo cuando el afuera pedía que me traicione. A hacerme espacio, aunque eso implicara incomodar a otros. Fue empezar a vivir en coherencia con lo que sentía.
Lo que descubrí en el camino: cuando me priorizo le abro las puertas al merecimiento y comienzo a recibir.
Cuando comencé a ponerme en primer lugar, muchas cosas cambiaron:
Mis relaciones se ordenaron. Algunas se fueron, otras se transformaron. Las que permanecieron, se volvieron más sanas y reales.
Mi energía vital regresó. Dejé de estar agotada todo el tiempo. Al dejar de forzarme, algo en mí se alivió.
Mi autoestima se fortaleció. Empecé a validarme internamente en lugar de esperar aprobación externa.
Mi vida se volvió más auténtica. Comencé a construir una vida que se parecía más a mí.
Dejé de experimentar carencias, y aprendí a recibir. Aprendí lo que es el merecimiento. Mi vida comenzó a sentirse abundante.
Un proceso posible
Hoy acompaño a otras personas que, como yo, sienten que se han perdido de vista. Que se sienten responsables por el bienestar de todos menos del propio. Que quieren priorizarse pero no saben cómo sin sentirse culpables o temer egoístas.
La buena noticia es que se puede aprender. Priorizarse no es una habilidad con la que se nace: es una práctica, una decisión diaria, un acto de amor propio. Y cuanto más lo ejercitamos, más natural se vuelve.
No aprendí a priorizarme estoy aprendiendo ahora. Y eso también es valioso. Porque nunca es tarde para elegirse.



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Claudia R.
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